Presentado en el Salón del Automóvil de Ginebra de 1980, el Audi quattro no hacía presagiar lo que significaría para el mundial de Rallyes y para el sector del automóvil en general. Sin embargo, aunque muchos lo tildan como el prime turismo 4×4, en realidad ni siquiera fue el segundo o el tercero. El primer vehículo con tracción total –partiendo de un solo motor– fue el Spijker 60HP, un coche de carreras creado en 1903, un coche que también presume de ser el primer automóvil con motor de seis cilindros y frenos en las cuatro ruedas.
No obstante, no pretendemos restarle méritos al quattro alemán, ni mucho menos, De hecho, es nuestro protagonista precisamente por sus méritos, aunque nosotros nos centraremos ahora en la versión de producción, en el coche que todos podían comprar en su momento en las tiendas y que ahora, todos pueden comprar como clásico, siempre que se tenga el dinero suficiente claro está. El Audi quattro es uno de esos coches cuya valoración ha subido como la espuma y resulta muy complicado encontrar ejemplares por debajo de los 50.000 euros –más de 100.000 euros en el caso del Sport quattro–.
La idea del quattro surgió de la mente del ingeniero de chasis de Audi, Jorg Bensinger. Mientras estaban en Finlandia probando el Volkswagen Iltis, un famoso pequeño todoterreno militar, Bensinger se fijó que gracias al sistema de tracción total, era imbatible en la nieve, sin importar la potencia y las prestaciones del coche rival. La idea acababa de echar raíces en su mente y cuando regresó al cuartel general de la marca, le propuso al director de desarrollo de aquel entonces, Walter Treser, crear un modelo deportivo con tracción a las cuatro ruedas. Esto fue, como cabría esperar, el primer paso para la llegada del quattro.
En septiembre de 1977 se creó el primer prototipo de pruebas sobre la base de un Audi 80, con el código interno de A1 –Allroad 1–. La junta directiva no había dado todavía su visto bueno ni siquiera al prototipo, pero cuando les mostraron de lo que era capaz, no tardaron en permitir que el desarrollo continuara, esta vez sí, con presupuesto oficial. Esto se debe a varios argumentos, como su atractivo aspecto o el fantástico desempeño que mostró, pero sobre todo, porque el potencial para competición era enorme y ya se sabe que una buena imagen de marca, se forja en gran medida en las pistas de carreras. Además, la FIA legalizó la tracción total en 1979 y desde entonces, su empleo en rallies era una posibilidad, abriendo la puerta para que Audi decidiera el objetivo a cumplir.
Hasta ese momento, se consideraba que la tracción total era demasiado compleja para ofrecer unos buenos resultados en vehículos deportivos. Era interesante para los todoterreno, pues permitía repartir el agarre y el esfuerzo entre cuatro puntos, pero para coches de altas prestaciones no representaba nada interesante. Un debate que Audi zaníó de un plumazo.
Los Audi quattro se fabricaban a mano en unas instalaciones especiales en la fábrica de Ingolstadt, un labor que llevaban a cabo un total de 48 personas. Una vez completada la fabricación, cada unidad pasaba por un programa de control de calidad mucho más estricto que el de cualquier otro Audi, aunque eso acabó por afectar al precio de venta, el cual, con 49.000 marcos alemanes, era casi dos veces y media más caro un Audi Coupé GT, coche con el que compartía muchas cosas, como la plataforma de acero prensado.
El secreto de los Audi quattro era su sistema de tracción a las cuatro ruedas de tipo permanente. Era más liviano que otros sistemas similares y contaba con un diferencial central para erradicar malas reacciones a baja velocidad. Un eje de salida hueco desde la caja de cambios, hacía girar un diferencial montado detrás, mientras que otro eje ubicado dentro del eje hueco, enviaba la transmisión de regreso al eje delantero. Otro árbol de transmisión enviaba la potencia desde el diferencial central al eje trasero. Además, se agregaron bloqueos de los diferenciales que se activaban mediante interruptores.
Dicho sistema de tracción total repartía en un equilibrado 50:50 la potencia de un propulsor de cuatro cilindros con 2.144 centímetros cúbicos, con culata de dos válvulas por cilindro. Un turbo KKK K26, soplando a una presión de 0,68 bar, permitía que el motor alcanzara los 170 CV, pero al incorporar un intercooler, se lograron extraer 30 CV adicionales, esto es, 200 CV. Para rematar, fue el primer vehículo de producción de alto rendimiento en montar la gestión electrónica del motor suministrada por Hitachi, que registraba los niveles de potencia, temperatura del aire de admisión y la posición del cigüeñal.
Sobre esta base se articuló una leyenda de los rallies que lo ganó todo, desde campeonatos locales hasta el Grupo B y la subida al Pikes Peak. Un mito de los años 80 que cambió la forma de ver los rallies y provocó la aparición de toda una horda de modelos con tracción a las cuatro ruedas para intentar batirle. Finalmente lo lograron, con el Peugeot 205 T16, pero hubo que usar sus mismas armas y pasaron varios años hasta que se logró. Ahora, todos los coches de rallies, o casi todos, montan sistemas de tracción total.
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