Rolls-Royce y Bentley son un claro ejemplo de lo que, en ocasiones, ocurre con fabricantes muy especializados: no pueden sobrevivir en solitario. Cuando comenzaron su andadura, todo era muy diferente y podían hacer casi lo que quisieran, porque no había mucho más donde elegir y solo los más pudientes tenía la posibilidad de permitirse comprar un automóvil. Era un objeto para millonarios, para gente con muchísimo dinero, hasta que apareció el Ford T y le chafó la fiesta a muchos fabricantes.
Pero no fue entonces cuando determinadas marcas empezaron a pasarlo mal. Según evolucionó el automóvil, también evolucionó el coste de los mismos y el vender poco, aunque muy caro, no era suficiente para poder tener una vida tranquila y una producción estable. Rolls-Royce y Bentley lo vivieron en sus chasis, hasta llegar a un punto en el cual, había que lograr entrar en un grupo industrial grande y asentado, o prepararse para decir adiós al mercado. Así se encontraban en 1998, cuando aparecieron BMW y Volkswagen. En aquel entonces, Rolls-Royce tenía bajo su control a Bentley, dos marcas que, de primeras, pasaron a manos de BMW, aunque había un acuerdo con Volkswagen, compañía que se quedaría con Bentley.
Es decir, BMW se haría cargo de Rolls-Royce y Volkswagen de Bentley. Así, ambas empresas británicas, las cuales están, como se suele decir, con el agua al cuello, encontraron el apoyo en dos grandes empresas muy asentadas, para poder mantener su actividad. Esto supuso poner punto final a 67 años de historia, al tiempo que se abría la puerta hacia una nueva era. Una era en la cual, ambas marcas vivirían por separado y con objetivos distintos. Ya no compartirían desarrollos, ni fábrica, cada una podría explotar todo su potencial sin pensar en nada más. Y así ha ocurrido desde entonces, desde hace más de 20 años.
Sin embargo, el primer modelo de cada marca bajo sus nuevos “patrocinadores”, apareció en 2003. Por parte de Rolls-Royce, el Phantom VII, por parte de Bentley, el Continental GT. Del primero ya hemos hablado en otra ocasión, así que nos vamos a centrar en el segundo, en el Continental GT, el coche que salvó a Bentley de la desaparición y además, el primer Bentley totalmente nuevo desde 1930. Desde entonces, todos los coches de la firma británica, en realidad, eran modelos de Rolls-Royce ligeramente retocados y con un talante más deportivo, que habían surgido de una evolución de los modelos anteriores en catálogo.
Para el lanzamiento del Continental GT, los responsables se inspiraron en el Bentley Continental R Type de 1952, tanto por su talante como por sus características: un Gran Turismo de altísimo lujo, pero con una conducción y un comportamiento deportivos por encima de la media del segmento. Ferdinand Piëch, por entonces al mando de Volkswagen, anunció una inversión de 500 millones de euros para modernizar las instalaciones de Crewe y para el desarrollo del coche. Piëch tenía intención de vender, a menos, 10.000 unidades anuales y había planeado que fuera un coche bastante barato para ser un Bentley. Sin embargo, Adrian Hallmark, actual CEO de Bentley y por entonces, miembro del Consejo de Dirección y responsable de ventas y marketing, logró convencer a Piëch, con ayuda de su equipo, de que se pusiera un precio cercano a los 130.000 euros, unos 47.000 euros menos que la tarifa media que tenía la marca en aquel momento.
Alcanzar las 10.000 unidades se catalogó como una locura, ya que la media de segmento en aquel momento no llegaba siquiera a las 4.000 unidades. Por supuesto, las cifras no solo se cumplieron, si no que se superaron. No en balde, el Bentley Continental GT era un Gran Turismo con un diseño que encandiló a miles de usuarios, aderezado por un motor de 12 cilindros en W, seis litros de cubicaje, dos turbos para 560 CV y 650 Nm de par. Un vehículo capaz de alcanzar los 10 km/h en 4,8 segundos y los 306 km/h con el máximo confort y un lujo espectacular. Para lograr semejantes cifras con un paso de más de 2.400 kilos, Bentley hacía uso de un sistema de tracción total y un cambio automático ZF de seis relaciones.